La brecha gerenacional que existe entre nosotros y la juventud de hoy en dia, se nota tambien y sobre todo en lo tecnologico nosotros funcionamos ante esto como inmigrantes y ellos como los nativos .....
http://www.portal.educ.ar/debates/educacionytic/nuevos-alfabetismos/inmigrantes-digitales-vs-nativos-digitales.php, comparto una lectura sobre este tema....
miércoles, 27 de noviembre de 2013
martes, 19 de noviembre de 2013
A TRABAJAR¡¡¡¡¡¡
La informacion que he subido es para acercarlos a la tarea final , que nos ayudara a realizar, todos los datos recolectados, tanto de lo que es un mito, como de un mito en si.Aqui tenemos bastante trabajo,y tendremos que analizarlo de muchos modos.Investiga la epoca, la sociedad, cultura y contexto historico en que se encuadra el mito, luego de esto lee y analiza el "minotauro"segun jorge luis borges en el cuento "La casa de Asterion" http://www.mundolatino.org/cultura/borges/borges_6.htm.
¿encuentras algun intertexto?,¿existen cambios?¿cuales?, luego de esta tarea te invito a que me cuentes lo que has trabajado........
¿encuentras algun intertexto?,¿existen cambios?¿cuales?, luego de esta tarea te invito a que me cuentes lo que has trabajado........
TRABAJANDO EL MITO DEL "MINOTAURO"
EL MITO DEL MINOTAURO

Cada
luna nueva era imprescindible sacrificar un hombre para que el Minotauro pudiera alimentarse, pues subsistía
gracias a la carne humana. Cuando este deseo no le era concedido, sembraba el
terror y la muerte entre los habitantes de la región.
El rey Minos tenía otro hijo, Androgeo. Mientras éste se encontraba
en Atenas para participar en diversos juegos deportivos de los que había resultado vencedor,
fue asesinado por atenienses. Minos, al enterarse de la trágica noticia, juró
vengarse; reunió a su ejército y se dirigió
luego a Atenas que, al no estar preparada
para semejante ataque, tuvo pronto que capitular y negociar la paz.
El rey
cretense recibió a los embajadores atenienses, les señaló que habían matado a su
hijo e indicó que las condiciones para la paz. Atenas enviaría cada nueve años siete jóvenes y
siete doncellas a Creta, para que - con su vida- pagaran la de su hijo fallecido. Los embajadores se sintieron
presos del terror cuando el rey añadió que los jóvenes serían ofrecidos al
Minotauro. Pero no les quedaba otra alternativa más que
la de aceptar tal difícil condición. Tan sólo tuvieron una única concesión: si uno de los jóvenes
conseguía el triunfo sobre el Minotauro, la ciudad se libraría del atroz
tributo.
Dos
veces Atenas había pagado ya el terrible precio; pues dos veces una nave de origen ateniense e impulsada por
velas negras había conducido, como se indicaba, a siete doncellas y siete jóvenes para que se dirigieran así al fatal destino que les esperaba.
Sin
embargo, cuando llegó el día en que se sortearía los nombres de las próximas víctimas, Teseo,
único hijo del rey de Atenas – Egeo- propuso embarcarse como parte del
tributo, arriesgando su propia vida con
tal de librar a la ciudad de aquella horrible carga.
Por
tanto, al día siguiente, él y sus compañeros embarcaron y Teseo prometió a su
padre que cambiaría por velas blancas las negras velas de la embarcación, una
vez que hubiera derrotado al monstruo.
El
contingente llegó a Creta y los enviados debían permanecer custodiados en
un sitio situado en las afueras de la ciudad hasta el
momento de ser llevados al laberinto. Esta prisión reservada a las víctimas de
los sacrificios estaba rodeada por un parque que colindaba con el jardín en que
las dos hijas de Minos - Fedra y Ariadna- solían pasearse La fama del valor y de
la belleza de Teseo había llegado a oídos de las dos doncellas, la mayor de las
cuales –Ariadna- deseaba fervientemente
conocer y ayudar al joven ateniense.
Cuando
consiguió verlo, le ofreció un ovillo de hilo y le indicó que éste representaba su
salvación y la de sus compañeros ya que deberían atar un cabo a la entrada del
laberinto y, a medida que penetraban en él, debían devanarlo regularmente.
Una vez muerto el Minotauro, podrían enrollarlo y encontrar así el
camino a la salida.
Además, sacó de entre los pliegues de su
vestido un puñal y se lo entregó a Teseo. Le manifestó que estaba arriesgando su
vida por él, pues si su padre se llegaba a enterar de su ayuda, se enfurecería
con ella. Así que le pidió que, en caso de vencer a la bestia, la llevara con él
Al día
siguiente, el joven ateniense fue conducido junto a sus compañeros al laberinto y, sin ser visto, ató el ovillo al muro y
dejó que el hilo se fuera devanando poco a poco. Adentro, el monstruo esperaba
hambriento.
Teseo
avanzaba decidido. Cuando se encontró frente al terrible Minotauro, aprovechó el momento en que éste
se abalanzó sobre él y hundió su puñal en el cuerpo de la
bestia.
Una
vez concretada su misión, sólo restaba desandar el camino, siguiendo el hilo que
le había entregado Ariadna y salir del laberinto. ¡Había salvado a su
ciudad!
En el
momento de partir, Teseo - a escondidas- condujo a bordo de la embarcación a
Ariadna y también a su bella hermana. Durante el viaje, la nave ancló en la isla
de Nassos para refugiarse de una furiosa tempestad y, cuando los vientos se
calmaron, no pudieron encontrar a Ariadna, a pesar de haberla buscado por todas
partes.
Teseo
continuó viaje hacia Atenas y pero olvidó cambiar las velas del barco como había
prometido a su padre. Éste creyó que su hijo había muerto en su encuentro con el
Minotauro, no pudo soportar su dolor y se arrojó, desde una torre alta, al mar
que hoy lleva su nombre: Egeo.
QUE ES UN MITO?
Un mito (del griego μῦθος, mythos,
«relato», «cuento») es un relato tradicional que se refiere a acontecimientos
prodigiosos, protagonizados por seres sobrenaturales o extraordinarios, tales como dioses, semidioses, héroes, monstruos o personajes
fantásticos.
domingo, 17 de noviembre de 2013
Recuerden que.....
Hipertextualidad se llama al hecho de hacer un escrito basado en uno ya existente.
Intertextualidad: Es la presencia de descripiciones o situaciones de uno a otro escrito.
Architextualidad, es compartir el genero literario historico.
Manos a la obra con estos datos, a buscar....
Aqui les presento un conocido cuento con el cual podremos trabajar lo siguiente:Hipertextualidad, Intertextualidad, Architextualidad.
El hambre
Manuel Mujica Lainez
Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.
Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.
Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto.A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.
Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad...
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.
HE AQUI PARA COMPARTIR REVISTA LITERARIA....
http://www.papelenblanco.com/infantil-juvenil/barbazul-de-charles-perrault-y-carlos-nine
jueves, 7 de noviembre de 2013
TRABAJO PRACTICO"LOS INFANTES DE LARA"
Ubicación Histórica:
De la plazuela del Portillo arranca la tortuosa calle de las
Cabezas. Tiene dos callejas barreras, una en el lado derecho llamada del Horno de Guiral, porque fue la casa
solariega de los Señores de este apellido y otra, enfrente, conocida
antiguamente por la de Dña. Muña, señora Perteneciente a la familia de los
Marqueses del Carpio, a los cuales perteneció la casa nº 5. A esta Casa
atribuye el vulgo, tradicionalmente, el origen del nombre de las Cabezas que
lleva la casa, Pensando que habría sido la morada de Gustioz González, padre de
los siete infantes de Lara y que Aquí fue donde, en un banquete, le presentaron
las siete cabezas ensangrentadas de sus hijos.
El pueblo ha
localizado esta leyenda tradicional en la casa número 3 de la calle Cabezas y,
queriendo hacer aún más novelesco.
El argumento, dicen algunos escritores que aquéllas fueron
presentadas al padre en una bandeja.
Entre las casas 10 y 12 hay una calleja cerrada que se
llamaba de los Arquillos, porque allí se Piensa que estuvieron colgadas las
cabezas de los siete Infantes de Lara hasta que se cayeron a Pedazos. Esta
preciosa leyenda ha dado origen a muchos romances y obras literarias.
LOS LARA Y LOS VELAZQUEZ, UN DRAMA FAMILIAR
El romance de los siete infantes de Lara, o de Salas, como
también se les conoce, es en realidad la historia de una tragedia familiar que
arranca con el acontecimiento festivo de unas bodas de alto rango, que iban a
emparentar a dos de las más poderosas familias burgalesas en tiempos del conde
García Fernández, “El de las Manos Blancas”.
Los esponsales se celebraron en la ciudad de Burgos, entre
grandes pompas y festejos. Numerosos caballeros de ambas estirpes y otros
muchos nobles de los distintos reinos compitieron por demostrar su destreza
como jinetes y su habilidad en el lanzamiento del bohordo.
Pero, en ocasiones, por aquello del orgullo o del honor
herido, del ardor del juego se pasa a la pasión de la disputa y surge la
tragedia “Concertadas son las bodas, ¡ay, Dios, en hora menguada!, a doña
Lambra, la linda con don Rodrigo de Lara. En bodas y tornabodas se pasan siete
semanas; las bodas fueron muy buenas y las tornabodas malas; las bodas fueron
en Burgos, las tornabodas en Salas” Don Ruy Velázquez (o Blázquez), señor de
Vilviestre, villa burgalesa perteneciente al Alfoz de Lara, fue un valiente caballero que
acompañó a su señor, el conde de Castilla García Fernández, en varios de sus
frecuentes enfrentamientos con el caudillo árabe Almanzor.
El mismo romance nos
habla de sus hazañas por los campos de Calatrava, aunque, a decir verdad, las
exagera un poco: “Ay, Dios, que buen caballero fue allí Rodrigo de Lara, que
mató cinco mil moros con trescientos que llevaba” Tal vez como recompensa por
los servicios prestados, don Ruy solicita al conde la mano de su bella prima,
doña Lambra Sánchez, señora de Barbadillo, y, naturalmente, el conde no se la
puede negar, de modo que se concertó el casamiento y se empezaron a organizar
los festejos de unas bodas que estaban predestinadas a ser sonadas. Don Ruy
Velázquez era cuñado de don Gonzalo Gustios, señor de Salas, casado con su
hermana doña Sancha, tío, por consiguiente, de los siete infantes de Salas, que
también habían demostrado su valor cabalgando junto al conde en alguna de sus
empresas guerreras.
En la ciudad de Burgos, donde va a realizarse el matrimonio,
todo es bullicio y animación. De Navarra, de León y de Castilla llegan
numerosos invitados de noble linaje, que abarrotan las posadas y llenan las
calles de animación. Sólo faltan los siete infantes: “¡Hélos, hélos por do
vienen, por aquella vega llana! Ya cabalgan los infantes y se van a sus
posadas; hallaron las mesas puestas, mucha vianda aparejada; después que
hubieron comido, siéntanse a jugar las tablas” Por toda la ciudad, incluidas
las dos orillas del río Arlanzón, se celebraban numerosos juegos y lizas entre
caballeros que se esfuerzan en despertar la atención de las damas mostrando sus
habilidades y su fuerza. De entre todos ellos hay uno que destaca sobremanera,
se trata del caballero de la Bureba, don Alvar Sánchez, primo de la desposada y
también del conde don García, quien sin el menor recato presume de su
superioridad, con gran alegría por parte de su prima doña Lambra: “Amad,
señoras, cada cual como es amada! que más vale un caballero de Bureba la
preciada que no siete ni setenta de los de la flor de Lara”.
Ante semejante provocación, doña Sancha, hermana del novio y
madre de los infantes, le recrimina sus ofensivas palabras: “Calléis, Alambra,
calléis, no digáis tales palabras, porque aun hoy os desposaron con don Rodrigo
de Lara”. Pero doña Lambra no se calla y sigue hostigando verbalmente a su nueva cuñada en
presencia de numerosos invitados, que contemplan con ojos incrédulos el
familiar altercado. Entre los presentes se encuentra don Nuño Salido, anciano
preceptor de los siete infantes, que también se siente ofendido por las
palabras de doña Lambra, y decide ir a buscarlos y ponerlos en antecedentes.
Don Gonzalo, el más joven de los siete, pero también el de sangre más caliente,
es el primero que encuentra y al enterarse de lo acaecido y de las palabras de
su tía política, monta en su caballo y lanza en ristre se encamina al lugar de
la liza, en busca de don Alvaro.
Ambos caballeros se desafían, se insultan y acaban
arremetiéndose, pero el de Lara, más joven y vigoroso, derriba al de la Bureba,
que cae muerto a los pies de su caballo. El vencedor se pavonea delante de doña
Lambra: “Amad, amad, damas ruines, cada cual como es amada, que más vale un
caballero de los de la flor de Lara que cuarenta ni cincuenta de Bureba la
preciada” La sangre de uno de los más ilustres invitados, casi derramada sobre
el blanco vestido de la novia, desencadena la tragedia. Hace su aparición don Ruy, que ataca
furioso a su sobrino, causándole varias heridas que lo dejan malparado.
La llegada del conde, acompañado de don Gonzalo Gustios,
impone su autoridad, devolviendo una cierta tranquilidad a los exaltados
ánimos, pero la violencia se ha desencadenado, y no parará hasta su fatal
desenlace. Las “tornabodas” se habían de celebrar entre Barbadillo y Salas,
pero otro trágico incidente entre tía y sobrinos lo impedirá. Doña Lambra, que
seguía resentida por la muerte de su primo, instigó a uno de sus criados a que,
a modo de amenaza, lanzara un cohombro lleno de la sangre de uno de los cerdos
sacrificados para la fiesta, sobre la cabeza de don Gonzalo. El criado cumplió
la orden y se fue a refugiar bajo el brial de su señora, pero los infantes se
tomaron la ofensa muy a pecho, y desenfundando sus espadas fuéronse a una hacia
el agresor y sacándole de entre las faldas de su dueña, le dieron de
cuchilladas hasta dejarle muerto a sus pies.
Doña Lambra se queja
amargamente de este hecho ante su marido, clamándole venganza: “Yo me estaba en
Barbadillo, en esa mi heredad; mal me quieren en Castilla los que me habían de
guardar; los hijos de doña Sancha mal amenazado me han que me cortarían las
faldas por vergonzoso lugar y cebarían sus halcones dentro de mi plomar y me
forzarían mis damas, casadas y por casar; matáronme un cocinero so faldas de mi
brial. Si de esto no me vengáis yo mora me he de tornar” Don Ruy Velázquez,
después de escuchar la nueva hazaña de sus sobrinos, promete venganza a su
mujer: “De los infantes de Lara bien os pienso de vengar; tela les tengo ya
urdida, presto se la he de tramar; nacidos y por nacer dello por siempre
hablarán”. No se sabe con certeza el tiempo que transcurrió desde que el señor
de Vilviestre proclamara sus deseos de vengarse de sus sobrinos, pero lo cierto
es que cumplió su palabra con largueza y crueldad.
Por aquellos tiempos
los campos de Castilla sufrían numerosas incursiones de las huestes de Almanzor
en busca de presas y de botín; si conseguían algún prisionero notable lo
canjeaban por joyas y monedas, o por otros prisioneros árabes; pero también las
intrigas políticas, los engaños y las insidias eran utilizadas con gran astucia
por Almanzor, que se confabuló con don Ruy Velázquez para que éste pudiera
consumar su venganza sobre los Lara y, de esta forma, menguar las fuerzas de su
verdadero enemigo, el conde García Fernández, “El de las Manos Blancas”. Don
Gonzalo Gustioz, señor de Salas, fue enviado por su cuñado a Córdoba portando
una secreta misiva para el caudillo árabe, pero en cuanto estuvo en su
presencia éste le tomó prisionero, aunque, eso sí, le consideró como una presa
de gran valor. En tanto le consideraría que, para paliar los rigores de su
prisión, o para mantener el engaño, le cedió a su propia hermana Arlaj como
concubina. Don Ruy Velázquez aprovechó esta circunstancia para engañar a sus
sobrinos y llevarlos a una trampa mortal, en la que éstos cayeron a pesar de la
desconfianza de su ayo Nuño Salido, que sospechaba de las intenciones de don
Ruy: “En los campos de Arabiana murió gran caballería, por traición de Ruy
Velázquez y de doña Lambra envidia. Murieron los siete infantes, Que eran la
flor de Castilla; Sus cabezas lleva el moro En polvo y sangre teñidas”.
El moro Alicante se presenta en la corte de Córdoba llevando
como trofeo las cabezas de los siete infantes, más la de su ayo Nuño Salido.
Almanzor ordena colocar las cabezas sobre una tarima y manda llamar a su
presencia a don Gonzalo Gustios. Este, al contemplar las ensangrentadas cabezas
de sus siete hijos, entona un largo y angustiado lamento, tomándolas en sus
manos una por una, comenzando por la de su preceptor, el anciano Nuño Salido y
continuando con la de Diego González, el primogénito; Martín González, el
segundo; Suero González, el tercero; Fernando González, el cuarto; Rodrigo
González, el quinto; Gustios González, el sexto y, finalmente, la de Gonzalo
González, el benjamín y más querido: “¡Hijo Gonzalo González, los ojos de doña
Sancha! ¡Qué nuevas irán a ella, que a vos más que a todos ama! ¡Tan apuesto de
persona, decidor bueno entre damas, repartidor de su haber, aventajado en la
lanza! ¡Mejor fuera la mi muerte que ver tan triste jornada!. Almanzor, no se sabe
si por haber quedado satisfecho del resultado de su confabulación con don Ruy,
o movido por la piedad que el dolor de don Gonzalo provocaba, mandó ponerle en
libertad, emprendiendo éste el regreso a Salas, llevando como macabro equipaje
las cabezas de sus hijos. (Según algunas crónicas éstas fueron enterradas en la
iglesia de Santa María de Salas, en la que durante algún tiempo se exhibieron
siete cráneos atribuidos a los infantes. Sus cuerpos, también según algunos
cronistas, reposan en siete sarcófagos que se encuentran en el monasterio
riojano de San Millán de Suso).
Otra laguna, de no se sabe cuánto tiempo, separa la
decapitación de los infantes de la aparición en escena de su vengador, su
hermano bastardo Mudarra González, fruto de los amores de su padre con la
hermana de Almanzor, mientras fue su prisionero o su huésped. Lo cierto es que
Mudarra, reconocido por don Gonzalo y adoptado por su mujer doña Sancha, se
erige en vengador de sus hermanastros y proclama a los cuatro vientos que
matará a don Ruy Velázquez allá donde lo hallare. Tampoco se sabe cuánto tiempo
se tomó el Destino en propiciar el encuentro entre ambos personajes, y que
estos se identificasen, pues nunca se habían visto personalmente. El hecho
ocurrió en los pinares de Vilviestre, mientras don Ruy andaba de cacería: “A
cazar va don Rodrigo y aun don Rodrigo de Lara. Con la gran siesta que hace
arrimado se ha a una haya” Mientras disfrutaba de su siesta bajo la sombra de
un haya, aunque lo más probable es que fuera un pino, por ser Vilviestre zona
de frondosos pinares, aparece Mudarra por el paraje y entablando conversación,
ambos se presentan mutuamente: “A mí dicen don Rodrigo y aun don Rodrigo de Lara, cuñado de Gonzalo Gustios
y hermano de doña Sancha; por sobrinos me los hube los siete infantes de Lara.
Si a ti te dicen Rodrigo y aun don Rodrigo de Lara, a mí Mudarra González, hijo
de la renegada, de Gonzalo Gustios hijo y anado de doña Sancha; por hermano mes
lo hube los siete infantes de Lara.
Tú los vendisteis, traidor, en el val de Araviana; mas, si
Dios a mí me ayuda, aquí dejarás el alma”. Unas crónicas cuentan que al conocer
Mudarra al asesino de sus hermanos, allí mismo, tumbado sobre la hierba, le
atravesó numerosas veces con su espada hasta dejarle muerto, empapado en su sangre.
También cuentan que el lugar donde cayó sin vida don Ruy fue apedreado por los
castellanos, que arrojaron más de diez carros de piedras y, durante mucho
tiempo, los que pasaban por delante de la gran pedrera lanzaban otra al tiempo
que murmuraban un anatema: “¡Mal
siglo haya el alma del traidor! ¡Amén!”. Otras, pues las hay para todos los
gustos, aseguran que Mudarra tomó preso a don Ruy y le llevó hasta Salas, a
presencia de su hermana, doña Sancha, para que ésta fuera la juez de su suerte.
Ésta decide que su hermano sea lanceado y despedazado, como los muñecos que se
utilizaban en las justas caballerescas.
También afirman que Mudarra, el “Vengador”, remató la faena
exterminando a todos los partidarios de don Ruy, con la ayuda de 200 jinetes
que le prestó su tío Almanzor, y luego pegó fuego al palacio de doña Lambra,
que se encontraba dentro y fue devorada por las llamas.
Sobre el “Romance de los siete infantes de Salas”, existen al
menos tres versiones diferentes, que han utilizado como fuente principal las
“Crónicas Generales de España”, todos los textos que figuran en cursiva
proceden de alguna de ellas. Sobre Mudarra, el romántico Duque de Rivas
escribió un drama en verso titulado “El moro expósito”.
Influencia en la literatura oral y escrita
El cantar de los Siete Infantes de Lara, a pesar de que no se
pudo conservar en ningún manuscrito (aunque Ramón Menéndez Pidal y, en menor
medida, Erich von Richthofen reconstruyeron muchos de sus versos), ha tenido
una gran influencia en la literatura posterior. Una lista no exhaustiva es la
siguiente:
Prosificación del cantar en Primera Crónica General, en la
Crónica de 1344 o Segunda Crónica General, y en la Crónica de los Veinte Reyes.
Fragmentación del cantar en romances. Dichos romances épicos
constituyen mayoritariamente el Romancero Viejo. Actualmente se conservan 6
romances épicos sobre los infantes de Lara.
Varias obras de teatro, entre ellas:
Siete Infantes, escrita por Juan de la Cueva en 1579.
El bastardo Mudarra, escrito en 1612 por Lope de Vega.
La gran tragedia de los siete Infantes de Lara, escrita por
Alonso Hurtado Velarde entre 1612 y 1624.
Los siete infantes de Lara, novela de Manuel Fernández y
González, publicada en 1853.
El moro expósito (1834), poema en verso endecasílabo del
Duque de Rivas.
Sarcófagos y sepulcros
La exhibición de reliquias de los siete infantes de las
leyendas y obras literarias ha sido, desde antiguo, empeño de varios
monasterios, pues la vinculación con prestigiosos héroes (ya fueran reales o
ficticios) proporcionaba a estos establecimientos eclesiásticos un aumento de
los recursos económicos y los peregrinos atraídos por los mismos. Así, los
pretendidos sarcófagos de los siete infantes de Lara se muestran en
el Monasterio de San Millán de Suso, aunque los restos que pretenden ser los de
los hermanos asesinados han sido disputados por otros monasterios, como el de
San Pedro de Arlanza; también la iglesia de Santa María de Salas de los
Infantes afirma guardar sus cabezas, y exhibió mucho tiempo siete cráneos que
eran tenidos por los de los siete hermanos; por otro lado, en la Catedral de
Burgos se dice que se halla el sepulcro de Mudarra. La disputa por la posesión
de reliquias de célebres héroes, conocidos legendariamente, ha sido habitual
desde la Edad Media hasta nuestros días.
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