Ubicación Histórica:
De la plazuela del Portillo arranca la tortuosa calle de las
Cabezas. Tiene dos callejas barreras, una en el lado derecho llamada del Horno de Guiral, porque fue la casa
solariega de los Señores de este apellido y otra, enfrente, conocida
antiguamente por la de Dña. Muña, señora Perteneciente a la familia de los
Marqueses del Carpio, a los cuales perteneció la casa nº 5. A esta Casa
atribuye el vulgo, tradicionalmente, el origen del nombre de las Cabezas que
lleva la casa, Pensando que habría sido la morada de Gustioz González, padre de
los siete infantes de Lara y que Aquí fue donde, en un banquete, le presentaron
las siete cabezas ensangrentadas de sus hijos.
El pueblo ha
localizado esta leyenda tradicional en la casa número 3 de la calle Cabezas y,
queriendo hacer aún más novelesco.
El argumento, dicen algunos escritores que aquéllas fueron
presentadas al padre en una bandeja.
Entre las casas 10 y 12 hay una calleja cerrada que se
llamaba de los Arquillos, porque allí se Piensa que estuvieron colgadas las
cabezas de los siete Infantes de Lara hasta que se cayeron a Pedazos. Esta
preciosa leyenda ha dado origen a muchos romances y obras literarias.
LOS LARA Y LOS VELAZQUEZ, UN DRAMA FAMILIAR
El romance de los siete infantes de Lara, o de Salas, como
también se les conoce, es en realidad la historia de una tragedia familiar que
arranca con el acontecimiento festivo de unas bodas de alto rango, que iban a
emparentar a dos de las más poderosas familias burgalesas en tiempos del conde
García Fernández, “El de las Manos Blancas”.
Los esponsales se celebraron en la ciudad de Burgos, entre
grandes pompas y festejos. Numerosos caballeros de ambas estirpes y otros
muchos nobles de los distintos reinos compitieron por demostrar su destreza
como jinetes y su habilidad en el lanzamiento del bohordo.
Pero, en ocasiones, por aquello del orgullo o del honor
herido, del ardor del juego se pasa a la pasión de la disputa y surge la
tragedia “Concertadas son las bodas, ¡ay, Dios, en hora menguada!, a doña
Lambra, la linda con don Rodrigo de Lara. En bodas y tornabodas se pasan siete
semanas; las bodas fueron muy buenas y las tornabodas malas; las bodas fueron
en Burgos, las tornabodas en Salas” Don Ruy Velázquez (o Blázquez), señor de
Vilviestre, villa burgalesa perteneciente al Alfoz de Lara, fue un valiente caballero que
acompañó a su señor, el conde de Castilla García Fernández, en varios de sus
frecuentes enfrentamientos con el caudillo árabe Almanzor.
El mismo romance nos
habla de sus hazañas por los campos de Calatrava, aunque, a decir verdad, las
exagera un poco: “Ay, Dios, que buen caballero fue allí Rodrigo de Lara, que
mató cinco mil moros con trescientos que llevaba” Tal vez como recompensa por
los servicios prestados, don Ruy solicita al conde la mano de su bella prima,
doña Lambra Sánchez, señora de Barbadillo, y, naturalmente, el conde no se la
puede negar, de modo que se concertó el casamiento y se empezaron a organizar
los festejos de unas bodas que estaban predestinadas a ser sonadas. Don Ruy
Velázquez era cuñado de don Gonzalo Gustios, señor de Salas, casado con su
hermana doña Sancha, tío, por consiguiente, de los siete infantes de Salas, que
también habían demostrado su valor cabalgando junto al conde en alguna de sus
empresas guerreras.
En la ciudad de Burgos, donde va a realizarse el matrimonio,
todo es bullicio y animación. De Navarra, de León y de Castilla llegan
numerosos invitados de noble linaje, que abarrotan las posadas y llenan las
calles de animación. Sólo faltan los siete infantes: “¡Hélos, hélos por do
vienen, por aquella vega llana! Ya cabalgan los infantes y se van a sus
posadas; hallaron las mesas puestas, mucha vianda aparejada; después que
hubieron comido, siéntanse a jugar las tablas” Por toda la ciudad, incluidas
las dos orillas del río Arlanzón, se celebraban numerosos juegos y lizas entre
caballeros que se esfuerzan en despertar la atención de las damas mostrando sus
habilidades y su fuerza. De entre todos ellos hay uno que destaca sobremanera,
se trata del caballero de la Bureba, don Alvar Sánchez, primo de la desposada y
también del conde don García, quien sin el menor recato presume de su
superioridad, con gran alegría por parte de su prima doña Lambra: “Amad,
señoras, cada cual como es amada! que más vale un caballero de Bureba la
preciada que no siete ni setenta de los de la flor de Lara”.
Ante semejante provocación, doña Sancha, hermana del novio y
madre de los infantes, le recrimina sus ofensivas palabras: “Calléis, Alambra,
calléis, no digáis tales palabras, porque aun hoy os desposaron con don Rodrigo
de Lara”. Pero doña Lambra no se calla y sigue hostigando verbalmente a su nueva cuñada en
presencia de numerosos invitados, que contemplan con ojos incrédulos el
familiar altercado. Entre los presentes se encuentra don Nuño Salido, anciano
preceptor de los siete infantes, que también se siente ofendido por las
palabras de doña Lambra, y decide ir a buscarlos y ponerlos en antecedentes.
Don Gonzalo, el más joven de los siete, pero también el de sangre más caliente,
es el primero que encuentra y al enterarse de lo acaecido y de las palabras de
su tía política, monta en su caballo y lanza en ristre se encamina al lugar de
la liza, en busca de don Alvaro.
Ambos caballeros se desafían, se insultan y acaban
arremetiéndose, pero el de Lara, más joven y vigoroso, derriba al de la Bureba,
que cae muerto a los pies de su caballo. El vencedor se pavonea delante de doña
Lambra: “Amad, amad, damas ruines, cada cual como es amada, que más vale un
caballero de los de la flor de Lara que cuarenta ni cincuenta de Bureba la
preciada” La sangre de uno de los más ilustres invitados, casi derramada sobre
el blanco vestido de la novia, desencadena la tragedia. Hace su aparición don Ruy, que ataca
furioso a su sobrino, causándole varias heridas que lo dejan malparado.
La llegada del conde, acompañado de don Gonzalo Gustios,
impone su autoridad, devolviendo una cierta tranquilidad a los exaltados
ánimos, pero la violencia se ha desencadenado, y no parará hasta su fatal
desenlace. Las “tornabodas” se habían de celebrar entre Barbadillo y Salas,
pero otro trágico incidente entre tía y sobrinos lo impedirá. Doña Lambra, que
seguía resentida por la muerte de su primo, instigó a uno de sus criados a que,
a modo de amenaza, lanzara un cohombro lleno de la sangre de uno de los cerdos
sacrificados para la fiesta, sobre la cabeza de don Gonzalo. El criado cumplió
la orden y se fue a refugiar bajo el brial de su señora, pero los infantes se
tomaron la ofensa muy a pecho, y desenfundando sus espadas fuéronse a una hacia
el agresor y sacándole de entre las faldas de su dueña, le dieron de
cuchilladas hasta dejarle muerto a sus pies.
Doña Lambra se queja
amargamente de este hecho ante su marido, clamándole venganza: “Yo me estaba en
Barbadillo, en esa mi heredad; mal me quieren en Castilla los que me habían de
guardar; los hijos de doña Sancha mal amenazado me han que me cortarían las
faldas por vergonzoso lugar y cebarían sus halcones dentro de mi plomar y me
forzarían mis damas, casadas y por casar; matáronme un cocinero so faldas de mi
brial. Si de esto no me vengáis yo mora me he de tornar” Don Ruy Velázquez,
después de escuchar la nueva hazaña de sus sobrinos, promete venganza a su
mujer: “De los infantes de Lara bien os pienso de vengar; tela les tengo ya
urdida, presto se la he de tramar; nacidos y por nacer dello por siempre
hablarán”. No se sabe con certeza el tiempo que transcurrió desde que el señor
de Vilviestre proclamara sus deseos de vengarse de sus sobrinos, pero lo cierto
es que cumplió su palabra con largueza y crueldad.
Por aquellos tiempos
los campos de Castilla sufrían numerosas incursiones de las huestes de Almanzor
en busca de presas y de botín; si conseguían algún prisionero notable lo
canjeaban por joyas y monedas, o por otros prisioneros árabes; pero también las
intrigas políticas, los engaños y las insidias eran utilizadas con gran astucia
por Almanzor, que se confabuló con don Ruy Velázquez para que éste pudiera
consumar su venganza sobre los Lara y, de esta forma, menguar las fuerzas de su
verdadero enemigo, el conde García Fernández, “El de las Manos Blancas”. Don
Gonzalo Gustioz, señor de Salas, fue enviado por su cuñado a Córdoba portando
una secreta misiva para el caudillo árabe, pero en cuanto estuvo en su
presencia éste le tomó prisionero, aunque, eso sí, le consideró como una presa
de gran valor. En tanto le consideraría que, para paliar los rigores de su
prisión, o para mantener el engaño, le cedió a su propia hermana Arlaj como
concubina. Don Ruy Velázquez aprovechó esta circunstancia para engañar a sus
sobrinos y llevarlos a una trampa mortal, en la que éstos cayeron a pesar de la
desconfianza de su ayo Nuño Salido, que sospechaba de las intenciones de don
Ruy: “En los campos de Arabiana murió gran caballería, por traición de Ruy
Velázquez y de doña Lambra envidia. Murieron los siete infantes, Que eran la
flor de Castilla; Sus cabezas lleva el moro En polvo y sangre teñidas”.
El moro Alicante se presenta en la corte de Córdoba llevando
como trofeo las cabezas de los siete infantes, más la de su ayo Nuño Salido.
Almanzor ordena colocar las cabezas sobre una tarima y manda llamar a su
presencia a don Gonzalo Gustios. Este, al contemplar las ensangrentadas cabezas
de sus siete hijos, entona un largo y angustiado lamento, tomándolas en sus
manos una por una, comenzando por la de su preceptor, el anciano Nuño Salido y
continuando con la de Diego González, el primogénito; Martín González, el
segundo; Suero González, el tercero; Fernando González, el cuarto; Rodrigo
González, el quinto; Gustios González, el sexto y, finalmente, la de Gonzalo
González, el benjamín y más querido: “¡Hijo Gonzalo González, los ojos de doña
Sancha! ¡Qué nuevas irán a ella, que a vos más que a todos ama! ¡Tan apuesto de
persona, decidor bueno entre damas, repartidor de su haber, aventajado en la
lanza! ¡Mejor fuera la mi muerte que ver tan triste jornada!. Almanzor, no se sabe
si por haber quedado satisfecho del resultado de su confabulación con don Ruy,
o movido por la piedad que el dolor de don Gonzalo provocaba, mandó ponerle en
libertad, emprendiendo éste el regreso a Salas, llevando como macabro equipaje
las cabezas de sus hijos. (Según algunas crónicas éstas fueron enterradas en la
iglesia de Santa María de Salas, en la que durante algún tiempo se exhibieron
siete cráneos atribuidos a los infantes. Sus cuerpos, también según algunos
cronistas, reposan en siete sarcófagos que se encuentran en el monasterio
riojano de San Millán de Suso).
Otra laguna, de no se sabe cuánto tiempo, separa la
decapitación de los infantes de la aparición en escena de su vengador, su
hermano bastardo Mudarra González, fruto de los amores de su padre con la
hermana de Almanzor, mientras fue su prisionero o su huésped. Lo cierto es que
Mudarra, reconocido por don Gonzalo y adoptado por su mujer doña Sancha, se
erige en vengador de sus hermanastros y proclama a los cuatro vientos que
matará a don Ruy Velázquez allá donde lo hallare. Tampoco se sabe cuánto tiempo
se tomó el Destino en propiciar el encuentro entre ambos personajes, y que
estos se identificasen, pues nunca se habían visto personalmente. El hecho
ocurrió en los pinares de Vilviestre, mientras don Ruy andaba de cacería: “A
cazar va don Rodrigo y aun don Rodrigo de Lara. Con la gran siesta que hace
arrimado se ha a una haya” Mientras disfrutaba de su siesta bajo la sombra de
un haya, aunque lo más probable es que fuera un pino, por ser Vilviestre zona
de frondosos pinares, aparece Mudarra por el paraje y entablando conversación,
ambos se presentan mutuamente: “A mí dicen don Rodrigo y aun don Rodrigo de Lara, cuñado de Gonzalo Gustios
y hermano de doña Sancha; por sobrinos me los hube los siete infantes de Lara.
Si a ti te dicen Rodrigo y aun don Rodrigo de Lara, a mí Mudarra González, hijo
de la renegada, de Gonzalo Gustios hijo y anado de doña Sancha; por hermano mes
lo hube los siete infantes de Lara.
Tú los vendisteis, traidor, en el val de Araviana; mas, si
Dios a mí me ayuda, aquí dejarás el alma”. Unas crónicas cuentan que al conocer
Mudarra al asesino de sus hermanos, allí mismo, tumbado sobre la hierba, le
atravesó numerosas veces con su espada hasta dejarle muerto, empapado en su sangre.
También cuentan que el lugar donde cayó sin vida don Ruy fue apedreado por los
castellanos, que arrojaron más de diez carros de piedras y, durante mucho
tiempo, los que pasaban por delante de la gran pedrera lanzaban otra al tiempo
que murmuraban un anatema: “¡Mal
siglo haya el alma del traidor! ¡Amén!”. Otras, pues las hay para todos los
gustos, aseguran que Mudarra tomó preso a don Ruy y le llevó hasta Salas, a
presencia de su hermana, doña Sancha, para que ésta fuera la juez de su suerte.
Ésta decide que su hermano sea lanceado y despedazado, como los muñecos que se
utilizaban en las justas caballerescas.
También afirman que Mudarra, el “Vengador”, remató la faena
exterminando a todos los partidarios de don Ruy, con la ayuda de 200 jinetes
que le prestó su tío Almanzor, y luego pegó fuego al palacio de doña Lambra,
que se encontraba dentro y fue devorada por las llamas.
Sobre el “Romance de los siete infantes de Salas”, existen al
menos tres versiones diferentes, que han utilizado como fuente principal las
“Crónicas Generales de España”, todos los textos que figuran en cursiva
proceden de alguna de ellas. Sobre Mudarra, el romántico Duque de Rivas
escribió un drama en verso titulado “El moro expósito”.
Influencia en la literatura oral y escrita
El cantar de los Siete Infantes de Lara, a pesar de que no se
pudo conservar en ningún manuscrito (aunque Ramón Menéndez Pidal y, en menor
medida, Erich von Richthofen reconstruyeron muchos de sus versos), ha tenido
una gran influencia en la literatura posterior. Una lista no exhaustiva es la
siguiente:
Prosificación del cantar en Primera Crónica General, en la
Crónica de 1344 o Segunda Crónica General, y en la Crónica de los Veinte Reyes.
Fragmentación del cantar en romances. Dichos romances épicos
constituyen mayoritariamente el Romancero Viejo. Actualmente se conservan 6
romances épicos sobre los infantes de Lara.
Varias obras de teatro, entre ellas:
Siete Infantes, escrita por Juan de la Cueva en 1579.
El bastardo Mudarra, escrito en 1612 por Lope de Vega.
La gran tragedia de los siete Infantes de Lara, escrita por
Alonso Hurtado Velarde entre 1612 y 1624.
Los siete infantes de Lara, novela de Manuel Fernández y
González, publicada en 1853.
El moro expósito (1834), poema en verso endecasílabo del
Duque de Rivas.
Sarcófagos y sepulcros
La exhibición de reliquias de los siete infantes de las
leyendas y obras literarias ha sido, desde antiguo, empeño de varios
monasterios, pues la vinculación con prestigiosos héroes (ya fueran reales o
ficticios) proporcionaba a estos establecimientos eclesiásticos un aumento de
los recursos económicos y los peregrinos atraídos por los mismos. Así, los
pretendidos sarcófagos de los siete infantes de Lara se muestran en
el Monasterio de San Millán de Suso, aunque los restos que pretenden ser los de
los hermanos asesinados han sido disputados por otros monasterios, como el de
San Pedro de Arlanza; también la iglesia de Santa María de Salas de los
Infantes afirma guardar sus cabezas, y exhibió mucho tiempo siete cráneos que
eran tenidos por los de los siete hermanos; por otro lado, en la Catedral de
Burgos se dice que se halla el sepulcro de Mudarra. La disputa por la posesión
de reliquias de célebres héroes, conocidos legendariamente, ha sido habitual
desde la Edad Media hasta nuestros días.
Es re lindo este trabajo Sil!
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